LA SANTIDAD DE
DIOS
TEMA
“¿Quién no te
temerá, oh Señor, y engrandecerá tu nombre? Porque tú sólo eres santo” (Apoc.
15:4) Sólo Él es infinita, independientemente e inmutablemente santo. Con
frecuencia Dios es llamado “El Santo” en la Escritura; y lo es porque en él se
halla la suma de todas las excelencias morales.
Es pureza
absoluta, sin la más leve sombra de pecado. “Dios es luz, y en él no hay
ningunas tinieblas” (1Juan. 1:5). La santidad es la misma excelencia de la
naturaleza divina: el gran Dios es “magnífico en santidad” (Éx. 15:11). Por eso
leemos: “muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio”
(Hab. 1:13). De la misma manera que el poder de Dios es lo opuesto a debilidad
natural de la criatura, y su sabiduría contrasta completamente con el menor
defecto de entendimiento, su santidad es la antítesis de todo defecto o
imperfección moral.
En la antigüedad,
Dios instituyó algunos “que cantasen a Jehová y alabasen en la hermosura de su
santidad”. (2Crón.. 20:21). El poder es la mano y el brazo de Dios, la
omnisciencia sus ojos, la misericordia su entraña, la eternidad su duración,
pero “la santidad es su hermosura”. Es esta hermosura lo que le hace deleitoso
para aquellos que han sido liberados del dominio del pecado.
A esta perfección
divina se le da un énfasis especial. “Se llama santo a Dios más veces que
todopoderoso, y se presenta esta parte de su dignidad más que ninguna otra.
Esta cualidad va como calificativo junto a su nombre más que ninguna otra.
Nunca se nos habla de Su poderoso nombre, o su sabio nombre, sino su grande
nombre, y, sobre todo, su santo nombre. Este es su mayor título de honor; en
ésta resalta toda la majestad y respetabilidad de su nombre.” Esta perfección,
como ninguna otra, es celebrada ante el trono del cielo por los serafines que
claman: “Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos” (Isa. 6:3).
Dios mismo
destaca esta perfección: “Una vez he jurado por mi santidad” (Sal. 89:35). Dios
jura por su santidad porque ésta es la expresión más plena de sí mismo. Por
ella nos exhorta: “Cantad a Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria
de su santidad” (Sal. 30:4). “Podemos llamar a éste un atributo trascendental;
es como si penetrara en los demás atributos y les diera lustre” (J. Howe 1670).
Por ello leemos de la “hermosura del Señor” (Sal. 27:4), la cual no es otra que
la “hermosura de su santidad” (Sal. 110:3).
“Esta excelencia
destacada por encima de sus otras perfecciones, es la gloria de éstas; es cada
una de las perfecciones de la deidad; así como su poder es el vigor de sus
otras perfecciones, su santidad es la hermosura de las mismas; de la manera que
sin omnipotencia todo sería débil, sin santidad todo sería desagradable. Si
ésta fuera manchada, el resto perdería su honra.
Esto sería como
si el sol perdiera su luz: perdería al instante su calor, su poder y sus
virtudes generadoras y vivificadoras. Así como en el cristiano la sinceridad es
el brillo de todas las gracias, la pureza en Dios es el resplandor de todos los
atributos de la divinidad. Su justicia es santa, su sabiduría santa, su brazo
poderoso es un santo brazo (Sal. 98:1).
Su verdad o
palabra es una Santa Palabra (Sal. 105:42). Su nombre, que expresa todos sus
atributos juntos, es un Santo Nombre (Sal. 103:1)” La santidad de Dios se
manifiesta en sus obras. Nada que no sea excelente puede proceder de Él. La
santidad es regla de todas sus acciones. En el principio declaró todo lo que
había hecho “bueno en gran manera” (Gen. 1:31), lo cual no hubiera podido hacer
si hubiera habido algo imperfecto o impuro.
Al hombre lo hizo
“recto” (Ecl. 7:29), a imagen y semejanza de su creador. Los ángeles que
cayeron fueron creados santos, ya que, según leemos, “dejaron su habitación”
(Judas. 6). De Satanás está escrito: “perfecto eras en todos tus caminos desde
el día que fuiste creado hasta que se halló en ti maldad” (Eze. 28:15).
La santidad de
Dios se manifiesta en su ley. Esa ley prohíbe el pecado en todas sus variantes:
en las formas más refinadas, así como en las más groseras, la intención de la
mente como la de contaminación del cuerpo, el deseo secreto como el acto
abierto. Por ello leemos: “la ley a la verdad es santa y el mandamiento santo y
justo, y bueno” (Rom. 7:12). Sí, “el precepto de Jehová es puro que alumbra a
los ojos.
El temor de
Jehová es limpio, que permanece para siempre; los juicios de Jehová son verdad,
todos justos” (Sal. 19:8,9). La santidad de Dios que se manifiesta en la cruz.
La expiación pone de manifiesto de la manera más admirable, y a la vez solemne
la santidad infinita de Dios y su odio al pecado. ¡Cuán detestable había de
serle este cuando lo castigó hasta el límite de su culpabilidad al imputarlo a
su hijo! “los juicios que han sido o que serán vertidos sobre el mundo impío,
la llama ardiente de la conciencia pecadora, la sentencia irrevocable dictada
contra los demonios rebeldes, y los gemidos de las criaturas condenadas, nos
demuestran tan palpablemente el odio de Dios hacia el pecado como la ira del
Padre desatada sobre el Hijo.
La santidad
divina jamás apareció más atractiva y hermosa que cuando la faz del salvador
estaba más desfigurada por los gemidos de la muerte. El mismo lo declara en el
Salmo 22. Cuando Dios esconde de Cristo su faz sonriente y le hunde su afilado
cuchillo en el corazón haciéndole exclamar Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?, Cristo adora esa perfección divina: “pero tú eres santo, v. 3”.
Dios odia todo pecado porque Él es santo.
El ama todo lo
que es conforme a sus leyes y aborrece todo lo que es contrario a las mismas.
Su palabra lo expresa claramente: “el perverso es abominado de Jehová” (Prov.
3:32). Y otra vez: “abominación son a Jehová los pensamientos del malo” (Prov.
15:26). De ello se desprende que él, necesariamente ha de castigar el pecado.
El pecado no
puede escapar a su castigo porque Dios lo aborrece. Dios ha perdonado a menudo
a los pecadores, pero jamás perdona el pecado; el pecador sólo puede ser
perdonado a causa de que otro ha llevado su castigo, porque “sin derramamiento
de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22). Por eso se nos dice que “Jehová se
venga de sus adversarios, y guarda enojo para sus enemigos” (Nah. 1:2).
A causa de un
pecado Dios desterró a nuestros primeros padres del Edén. Por un pecado toda la
descendencia de Cam cayó bajo una maldición que todavía perdura. Moisés fue
excluido de Canaán a causa de un pecado. Y por un pecado el criado de Eliseo
fue castigado con lepra y Ananías y Safira fueron separados de la tierra de los
vivientes. En eso tenemos pruebas de la inspiración divina de las Escrituras.
El alma no regenerada no cree realmente en la santidad de Dios el concepto que
de su carácter tiene es parcial.
Espera que su
misericordia superara todo lo demás. “Pensabas que de cierto sería yo como tú”
(Sal. 50:21), es la acusación de Dios a los tales. Piensan en un dios cortado
según el patrón de sus propios corazones malos. De ahí su persistencia en una
carrera de locura. La santidad atribuida en las Escrituras a la naturaleza y
carácter divinos es tal, que demuestra claramente el origen sobrenatural de
estas.
El carácter
atribuido a los “dioses” del paganismo antiguo y moderno es todo lo contrario
de la pureza inmaculada que pertenece al verdadero Dios. ¡Los descendientes
caídos de Adán jamás podían idear un Dios de santidad inenarrable que aborrece
totalmente todo pecado! En realidad, nada pone más de manifiesto la terrible
depravación del corazón humano y su enemistad con el Dios viviente que la
presencia del que es infinita e inmutablemente sabio.
La idea humana
del pecado está prácticamente limitada a lo que el mundo llama “crimen”. Lo que
no llega a tal gravedad, el hombre lo llama “defectos”, “equivocaciones”,
“enfermedad”, etc. E incluso cuando se reconoce la existencia del pecado, se
buscan excusas y atenuantes. El “dios” que la inmensa mayoría de los que
profesan ser cristianos “aman” es como un anciano indulgente, quien, aunque no
las comparta disimula benignamente las “imprudencias” juveniles. Pero la
Palabra de Dios dice: “Aborreces a todos los que hacen iniquidad” (Sal. 5:5), y
“Dios está airado todos los días contra el impío” (Sal. 7:11).
Pero los hombres
se niegan a creer en este Dios, y rechinan los dientes cuando se les habla
fielmente de como odia al pecado. No, el hombre pecaminoso no podía imaginar un
Dios santo, como tampoco crear el lago de fuego en el que será atormentado para
siempre. Porque Dios es santo, es completamente imposible que acepte a las
criaturas sobre la base de sus propias obras. Una criatura caída podría más
fácilmente crear un mundo que hacer algo que mereciera la aprobación del que es
infinitamente puro. ¿Pueden las tinieblas habitar con la luz? ¿Puede el
inmaculado deleitarse con los “trapos de inmundicia”? (Isa. 64:6).
Lo mejor que el
hombre pecador puede presentar está contaminado. Un árbol corrompido no puede
producir buen fruto, si Dios considerara justo y santo aquello que no lo es, se
negaría a sí mismo y envilecería sus perfecciones; y no hay nada justo ni santo
si tiene la menor mancha contraria a la naturaleza de Dios. Pero bendito sea su
nombre, porque lo que su santidad exigió, lo proveyó su gracia en Cristo Jesús,
Señor nuestro cada pobre pecador que se haya refugiado en él es “acepto en el
amado” (Efe. 1:6). ¡Aleluya!
Porque Dios es
santo, debemos acercarnos a él con la máxima reverencia. “Dios terrible en la
grande congregación de los santos y formidable sobre todos cuantos están
alrededor suyo” (Sal. 89:7). “Ensalzad a Jehová nuestro Dios, e inclinaos al
estrado de sus pies: él es santo” (Sal. 99:5). Sí, “Al estrado”, en la postura
más humilde, postrados ante él. Cuando Moisés se acercaba a la zarza ardiendo,
Dios le dijo: “quita tus zapatos de tus pies” (Exo. 3:5).
A él hay que
servirle “con temor” (Sal. 2:11). Al pueblo de Israel dijo: “En mis allegados
me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado” (Lev. 10:3).
Cuando más temerosos nos sintamos ante su santidad inefable, más aceptables
seremos al acercarnos a él. Porque Dios es santo, deberíamos desear ser hechos
conformes a él. Su mandamiento es: “Sed santos, porque yo soy santo” (1Ped.
1:16). No se nos manda ser omnipotentes u omniscientes como Dios, sino santos,
y eso “en toda conversación” (1Ped. 1:15).
Este es el mejor
medio para agradarle. No glorificamos a Dios tanto con nuestra admiración ni
con expresiones elocuentes o servicio ostentoso, como con nuestra aspiración a
conversar con El con espíritu limpio, y a vivir para El viviendo como El”. Así
pues, por cuanto solo Dios es la fuente y manantial de la santidad, busquemos
la santidad en él; que nuestra oración diaria sea que “El Dios de paz os
santifique en todo; para que vuestro espíritu y alma y cuerpo sea guardado
entero sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo” ( 1Tes.
5:23).
Publicado 28th
November 2014 por Unknown
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